Miguel Aguirre

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Una atea y un agnóstico

¿Hay vida eterna? ¿O, una vida después de la muerte? Sí, desde la fe. Esté depositada ésta en la religión o en la ciencia.

Pero qué ocurre con aquellos que no tienen fe. O, en otras palabras, que simplemente no creen en esa posibilidad que es, seamos sinceros, una promesa. Para ellos, los incrédulos, después de la muerte no hay nada. Sólo existe esta (conciencia de) vida. ¿Esto les genera angustia? Para el artista y su alter ego que presentan esta instalación ese final absoluto no les preocupa. Es para ellos una realidad.

Pero les interesa los “mecanismos” empleados por aquellos que si tienen fe para hacer llevadera la veracidad de la muerte y creíble la vida eterna. Uno de esos mecanismos es el uso de la narrativa que, al contar determinadas historias, construye esta promesa desde el conocimiento y el convencimiento. Dos son los libros que aquí se presentan. Uno de ellos es conocido por todos: Nuevo Testamento. El otro, no tanto: La posibilidad de una isla del escritor francés Michel Houellebecq. Ambos suman más de mil páginas por lo que nos obligamos a un resumen puntual. Los primeros textos y, en concreto, Los cuatro Evangelios, fueron escritos hace casi 20 siglos y narran la vida y enseñanzas de Jesús (“Aquel que Yahveh es su salvador”), de su muerte y resurrección y la promesa a todos los creyentes que abracen su fe en una vida eterna en el reino de Dios. El segundo, a través de una ficción, la creencia de que la ciencia hará posible la creación de un (meta) hombre que será eterno en la Tierra. Un clon que será reemplazado por otro idéntico ad eternum cada vez que cumple su ciclo vital. Su nombre, creemos que no por casualidad, es Daniel que significa “Dios es mi juez” o “justicia de Dios”.

Vida después de la muerte, la resurrección. O no morir nunca. Quizás esta posibilidad de vida eterna es lo que genera real angustia a los autores de la instalación. Prefieren un punto final. Así lo creen. Y que sea para siempre.

Ángel Vega

Lima, noviembre de 2016

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